Maldito extranjero

30.05.2025

Maldito extranjero


En agosto del año pasado, alrededor de la medianoche, me tocó entregar un pedido en una zona apartada, oscura y solitaria, aunque eso no es extraño en esta zona, hay mucha gente viviendo en las afueras, en calles muy obscuras y solitarias. El restaurante estaba a más de veinte minutos de distancia. Aun así, cumplí con mi labor como siempre lo había hecho.


Al llegar, me recibió un individuo español que, lejos de limitarse a la queja habitual por la temperatura de la comida, algo que no tenía solución, por lo lejos que vivía del restaurante, desató una agresión verbal y física que fue más allá de lo que muchos extranjeros, como yo, ya hemos tenido que soportar. No fue solo discriminación. No fue solo xenofobia. Fue odio explícito. Me insultó, me maldijo, me empujó. Intentó robarme uno de mis teléfonos y me lesionó la mano cuando lo recuperé. Sacó mis pertenencias del vehículo, las lanzó al suelo, incluyendo el pedido que, alegando que estaba frío, arrojó con desprecio.


No acepté su invitación a pelear, por múltiples razones. Tengo una lesión de columna que podría haber tenido consecuencias graves. Además, sabía que en esa zona aislada, si alguien salía de su casa, no sería para defenderme. Y también sabía algo más: que si la policía aparecía, no vería a un ciudadano víctima de una agresión, sino a un "maldito extranjero" que debía justificar su presencia y su acento.


Siguiendo la recomendación del restaurante, acudí a la Guardia Civil. Me dijeron que en casos de crímenes de odio, los agresores suelen ser detenidos de inmediato y se abre una instrucción rápida. No fue mi caso. Me dieron una cita para varios días después. Me aconsejaron ir al médico para constatar las lesiones, y cuando "tomaron la denuncia", lo que realmente hicieron fue anotar un resumen de lo que el funcionario creyó haber entendido. No hubo declaración formal. Nadie me preguntó con detalle. La denuncia parecía una mala acta policial.


Pasaron meses. Visité el tribunal en varias ocasiones para saber el estado del caso. Nadie lo había tocado, ni siquiera se había asignado un funcionario para la instrucción del expediente. En derecho existe un principio: tiempo que pasa, la verdad que huye. Y la verdad huyó.


Casi un año después, me citaron finalmente a una audiencia. Nunca hablé con el fiscal. Nunca me tomaron declaración. Nadie sabía realmente lo que había pasado. El juez, desde el inicio, quiso resolver el caso con una disculpa del agresor y que yo la aceptara. Como abogado —aunque no ejerza en España— pedí una explicación del procedimiento. El juez se sorprendió, aún más cuando le dije que tengo casi 35 años de graduado, estudios en ciencias penales y criminalística, y especialización en investigaciones criminales.


Entonces entendí que si el caso seguía a juicio, solo se juzgaría la lesión física, no el intento de robo ni el componente de odio. La pena máxima sería una multa. No valía la pena. Ir a ese tribunal me consumía medio día por cada comparecencia, sin contar la impotencia acumulada.


El agresor se me acercó a pedir disculpas. Me ofreció la mano. No se la di. Fue la única pequeña victoria que obtuve: verlo agachar la cabeza, aunque fuera por hipocresía. Le respondí: —A usted no le doy la mano. Eso es para los caballeros, y usted no lo es. Me ofendió, me humilló, me lesionó, intentó robarme. Le acepto las disculpas porque sé que este proceso no me llevará a ninguna parte. Aquí uno es un maldito extranjero y no puede esperar justicia.


Lo dije mirando al juez. Fue mi única oportunidad de hablar en todo el proceso. Y no iba a desperdiciarla. En ese momento, no solo le hablaba al agresor. Le hablaba al sistema que permitió que un año después, todo se redujera a una disculpa vacía y a una mano extendida que no merecía ser tomada.

Marcelo Crovato - Blog del escritor
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